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Por Laura Quintero


En los últimos años el Estado ha dado duros golpes a las normales rurales del país, a las que pretende desaparecer desde hace tiempo, pero no ha conseguido.


Como cada año los estudiantes de las normales rurales salen a las calles para exigir mejores condiciones para sus escuelas, más plazas, un poco más del miserable presupuesto que les es asignado. Ahora, en el marco de la reforma educativa, estos centros de estudio, y las personas que se preparan en ellos, también sufrirán los embates de ésta.

 

De acuerdo con el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), tres de cada cinco alumnos que estudian para ser profesores en normales rurales, es decir 78 mil jóvenes, provienen de familias cuyos ingresos económicos están por debajo de la línea de bienestar mínimo, esto es, en pobreza extrema.

 

 

Según “datos oficiales”, de la Secretaría de Educación Pública, 60% de los egresados de las escuelas normales del país carece del perfil idóneo para ser maestro, esto porque según ellos sus bajos recursos no les permiten acceder a una educación de “calidad”.

 

Estas trabas y los recortes cada vez mayores a las plazas asignadas, harán que para quienes estudien en estos centros, sea muy difícil obtener un empleo como profesor.

 

El carácter de clase de los jóvenes que estudian en las normales rurales ha determinado su existencia, su resistencia y por supuesto su combatividad; hijos de campesinos pobres, que ven en ser profesor rural la única forma de salir adelante.

 

Los planteles de estas escuelas se ubican en zonas de alta marginación y pobreza, son estas condiciones las que les permiten darse cuenta de las contradicciones que existen al interior del actual sistema económico y político.

 

La desaparición de estas escuelas, que trabajan a marchas forzadas, sin presupuesto suficiente; que son incómodas para el gobierno, que son nidos de “subversión, desestabilización, y un grave peligro para la paz”, como les llaman ellos, se han convertido en un lastre que buscan eliminar.

 

La combatividad de los estudiantes normalistas les ha permitido preservar estos centros de estudio, sin embargo, el gobierno ha buscado otros mecanismos para eliminarlas, pues ni la violencia, misma que se ha traducido en innumerables detenciones, asesinatos y desapariciones, ni la criminalización lo ha conseguido, y ahora busca hacerlo a través de la marginación a las que lo someterá la reforma educativa. Es evidente que la represión por parte del Estado, en contra de las normales rurales se intensificará, lo demostró hace unos días con la detención de 52 normalistas de Tiripetío, Michoacán, y la consignación de 30 de ellos.

 

La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, no fue el primer ataque que han sufrido las normales rurales, pero, sin duda ha sido uno de los más brutales, esto sirvió, en gran parte, para voltear a mirar a estos centros educativos, rechazados por muchos, y olvidados por más.

 

La reforma educativa, que en realidad sólo busca mercantilizar la educación y ponerla al servicio de las demandas de la burguesía, al tiempo que hace más precario el trabajo de los profesores, se propone acabar “indirectamente” con el normalismo rural, pues de acuerdo con su cánones de “calidad educativa”, no hay cabida para los egresados de estas escuelas. La lucha que sostienen los normalistas no está desligada de las protestas que a nivel nacional se han realizado en contra de la reforma.

 

Durante las decenas de movilizaciones en las que la Federación de Jóvenes Comunistas ha participado para exigir la presentación con vida de nuestros 43 compañeros, hay una consigna muy recurrente: ¡A las normales rurales, las quieren desparecer, nosotros con lucha y sangre las vamos a defender!, hoy más que nunca se vuelve imprescindible la defensa de estos centros de estudio que tienen un carácter de clase definido.